Qué hay más inútil que un viejo inútil? Un diario de ayer, nada más viejo: dice el refrán. Pero aún él es bueno para envolver los huevos o las copas de cristal biseladas, el día que por esos acasos haya que llevarlas a otro destino, en el cual seguirán siendo igualmente inútiles, puestas en una vitrina clausurada, donde no entre el polvo y estén fuera del alcance de los chicos. De esas pequeñas manecitas desgarradoras de antigüedades y recuerdos. ¡Qué insolentes, descarados y arrogantes!, portadores inefables de futuro. Imberbes que piensan igual que guionistas de telenovelas (en las cuales jamás verán abuelos) y hombres públicos que parecieran no haber tenido madres: ¡que desvergüenza la de los viejos! Permanecer allí, sentados en medio de sus vidas como un presentimiento, una anunciación tardía, que los eclipsan, poniendo en duda la eternidad de su juventud. ¡Falso! Ellos lo pueden jurar, sólo existe el futuro y ese somos nosotros. No nos vengan con estupideces, ¡viejos inútiles!
Como
éste, que no se sabe cuanto hace que está postrado en esta sillas de ruedas.
Una de las mejores. Eléctrica, con batería de litio, recargable, con autonomía
de 36 horas. Dos ruedas macizas, pero de una gomaespuma de alta densidad que
las hacen rígidas y mullidas a la vez. Tienen un radio de treinta centímetros y
un pasador de acero inoxidable bruñido, que en caso que fuera necesario
permitiría accionarla manualmente. Tanto el asiento como el respaldo son de
cuero nonato, antiescaras y lavable. Cuenta además con accesorios varios,
encastres para dosificadores de suero, compartimentos para remedios, bandeja
multiuso, y otras preciosuras que hacen que sea, de verdad, una hermosa silla
de ruedas.
El
viejo que la ocupa es gris.
Los
que están obligados a llevar la silla de un lado a otro son una mujer, sus tres
hijos y un sobrino. Todos viven en la misma casa. Todos tienen sus propias
vidas. A ninguno le importa la tarea y más bien estarían felices de evitarla.
-Sofi,
llevalo al baño.
-Ufa,
che, llevalo vos.
-Yo
lo llevé ayer, te toca a vos.
-Pero
vieja, estoy estudiando, no ves.
-Y a
mi qué?
-Decile
a Mario.
-Mario
se fue con sus amigos.
-Entonces
a Cristina
-A
ella le toca mañana y no va a querer.
-Entonces
que se joda, yo no quiero.
-¿Qué
decís?
-Que
nada, que no quiero, Poli viene en un rato del cole, que lo lleve él.
-Vamos
a ver qué dice cuando llegue, pero me parece que no va a querer.
-Yo
lo convenzo, quedate tranquila.
Como
tantas otras veces, debajo de la silla creció el charco de pis. La chirle
materia fecal tardaba más en escurrirse.
Como
siempre, la discusión fue feroz. Poli se plantó en sus trece y a quién le toca,
le toca. Así que Sofi no tuvo más remedio que taparse la nariz con un pañuelo,
empapado en colonia, y arrastrar la silla por el largo pasillo de baldosas
blancas y negras dispuestas en diagonal. Eran cinco metros antes de llegar a la
puerta de roble, pintada de un verde frío, y algo descascarada (o comida de
termitas) en el zócalo.
La
modernidad de los barrios tiene sus costos, como es este caso. El progreso
considera más valioso un edificio de veinte pisos que el conservar una casa
colonial, de manera que los baldíos se adueñaban de la zona a la espera de su
elevación horizontal. Allí proliferan las alimañas. De uno de ellos,
seguramente, habrá salido la laucha parda y de mirada amarilla que apareció por
debajo de la puerta y enfrentó decidida a
Sofi.
-¡Una
rata! ¡Una rata inmunda! Salió corriendo, a los gritos, la muchacha.
-¡Dónde!
-¡En
el pasillo! ¡Está adentro de casa!
Se
formó el pelotón de escobas, escobillones y otras armas hogareñas. Los demás, que a esa hora de la nochecita ya habían llegado, se
apretaron cuerpo contra cuerpo y avanzaron decididos a poner fin a la invasión.
La estrategia fue acertada. Hicieron sonar los palos contra el piso y las
paredes, paso a paso, hasta descubrirla justo al lado de la silla. De un tirón
la arrojaron hacia atrás, al mismo tiempo que descargaron toda la artillería
sobre el animalejo. La laucha se escabulló por donde había entrado con una
velocidad impensable para su tamaño, la silla fue a chocar contra la pared del
fondo con un ruido metálico que no pudo superar el bochinche general; el cuerpo
del viejo, más mullido, golpeó en silencio.
Esa
noche fue de algarabía. La pequeña victoria había puesto a todos de buen humor
y nadie estaba dispuesto a sacar un tema de conversación que arruinara esa
sensación de familia tan poco acostumbrada. Comieron juntos unos tallarines al
pesto, “al dente”. El olor de la albahaca, cortada en finísimas tiritas, tipo
“juliana”, era realmente gratificante, y se imponía sobre cualquier otro.
A la
mañana siguiente fue la madre quién tomó una resolución. Contemplando con asco
el estado de las baldosas, que ahora además de los desechos orgánicos, lucían
algunas manchas de sangre, provenientes del codo del viejo, donde se había
formado un costrón apetitoso para las moscas, la mujer se dijo que ya era
tiempo de hacer algo.
-No
puede ser que nos llenemos de ratas y bichos, ésta siempre fue una casa limpia,
y así deberá seguir siendo.
Giró
sobre sus talones y fue directamente a su dormitorio a ponerse una ropa decente
para salir. Eligió un trajecito abotonado por la espalda que tenía que cerrar
por el frente y después hacerlo girar a su posición definitiva. No era fácil,
tenía unos kilos de más, y le costó un considerable esfuerzo. Cartera y zapatos
negros. Un prendedor con forma de ramillete de rosas, de dudoso enchapado en
oro, y un sobre con papeles en la otra mano.
Así
se presentó en la Residencia para Mayores “San Lázaro”.
-Vea,
señora, le dijo la encargada, por Pami es imposible. Hace un año que no nos
pagan, así que ahora sólo tomamos a los particulares, pero igual va a tener que
esperar una vacante.
El ambiente era amplio y oscuro, sin
ventanas. La luz provenía de una lánguida lamparita de 45 wats. colgada en el
medio del techo, de un portalámparas redondo como un plato de lata blanca. Un
hombre flaco y morocho, vestido con un jardinero azul y borceguíes de cuero,
pasaba un lampazo con morosidad y parsimonia.
-Igual
no se preocupe, agregó. Antes duraban más, pero ahora que no tenemos ni para la
“pasta” se nos van más rápido. Así que déjeme los datos y la llamamos.
Cuando
quedó sólo, el hombre del jardinero azul, copió la dirección que había
registrado la encargada en un cuaderno forrado con papel tela de araña.
A la
noche tocaron el timbre.
-¿Quién
será? Dijo la madre.
-Dios,
señora. Dijo un hombre, vestido con un traje negro, y borceguíes de cuero.
-Qué
quiere?
-Ayudarla,
sólo eso. Dios está en todas partes, pero siempre donde más se lo necesita.
Dijo el Señor: “...estando en tu cama, tus pensamientos discurrieron en lo que
habría de ser en lo porvenir; y el que revela los secretos te hace saber lo que
ha de ser.” Daniel, 2, 29. Y agregó:
“¿Hasta cuando rehusarás humillarte ante mi? Deja ir a mi pueblo, para que
ellos me sirvan” Éxodo, 10,3. Así es señora, déjeme decirle que en nuestra
comunidad Octogestal tenemos un asilo para desvalidos que sostenemos gracias a
la caridad y que para Ud. es totalmente gratis.
Palabras
son amores, pensó la madre y lo hizo pasar.
-Se
lo lleva ahora mismo, ¿no?. Preguntó.
-Por
supuesto, la obra no puede esperar. Júnteme todas sus cosas, por favor.
El
hombre alto, flaco y morocho, no paró de recitar citas mientras cargaba las dos
valijas debajo de sus brazos y empujaba la silla hacia la calle. Ni siquiera el
tufo apestoso que lo envolvía le pudo borrar la sonrisa benévola y el brillo
codicioso de los ojos.
Ni
bien dobló la esquina tiró al viejo contra una pared y suspiró satisfecho, este
sí que había sido un trabajo fácil, la silla valdría sus muy buenos mangos...
Es
una vereda como cualquier otra, baldosas acanaladas, como una tabla de fregar.
Un jacaranda grande, de copa umbrosa y
teñida de hollín. Calle de adoquines que aún luce tramos de vías , y un desagüe
que suele taparse por las latas y las hojas cuando las lluvias de marzo
arrecian. Por allí pasan dos vecinas
tomadas del brazo: -¡Qué cosa!, ¿ese no es el viejo Barbosa? Pregunta una a la
otra que le responde: -¿Cómo será que lo dejan salir sólo, con lo tarde que
es...? Y así como pasaron ellas, y siguieron de largo, así pasaron dos o tres
más, sin siquiera mirarlo.
Doña
Rosa les lleva leche e hígado fresco a
sus huerfanitos, como le gusta llamar a los gatos variopintos de la cuadra. Se
agacha a dejar las bandejas junto al tronco del jacarandá, justo frente al viejo que, tal vez reanimado por el
aire fresco, se arrastra hacia ella.
-¡Salga,
viejo de mierda! Le grita Doña Rosa. ¡Qué esto no es para usted! ¡Si será
desgraciado, tratando de robarles la comida a mis lindos gatitos!.
El
cuerpo rodó un poco más hasta el borde de la vereda.
Quedó
hecho un bollo.
Posición
fetal.
Un
tiempo que todo lo contiene.
Una
pose para venir e irse.
Circulo.
El
viento arrastra un nylon negro que lo cubre con pudor y suavidad.
Llega
el camión de la basura, los recolectores lo alzan y lo tiran dentro de
compactador de residuos. El émbolo se pone en marcha con la estridencia
multiplicada por el silencio y el estallido de vidrios, latas, huesos y plásticos.
Vibran
las paredes de la casa.
-¡Qué
ruido infernal que hacen esas máquinas!, dijo la madre.
-Si,
pero son tan necesarias..., reflexionó una de las hijas.
Jorge
Winter
21-1-2001
Dedicado
a todos los funcionarios que entienden en el tema de nuestra tercera edad.